PARA QUE CREAN
“Entonces quitaron la piedra
de donde había sido puesto el muerto. Y Jesús, alzando los ojos a lo alto,
dijo: Padre, gracias te doy por haberme oído. Yo sabía que siempre me oyes; pero
lo dije por causa de la multitud que está alrededor, para que crean que tú me
has enviado. Y habiendo dicho esto, clamó a gran voz: ¡Lázaro, ven fuera!”
(Juan 11:41-43).
El relato de la resurrección de
Lázaro nos deja más de una enseñanza, todas ellas destacables para la
salvación, para nuestra vida en el Señor, una vez habiendo creído, y para la
eternidad. Es, indiscutiblemente, una manifestación de los atributos divinos de
Jesús, Dios hecho hombre, y evidencia de la condición del corazón del hombre.
Algunos creían en Jesús, como Marta y María, otros creyeron al ver el milagro
de la resurrección, y un grupo, sin embargo, se sintió movido a informar a los
fariseos lo que había ocurrido, desencadenando la determinación de matar al
Señor.
Para esta meditación me quedo con
las palabras de Jesús elevadas al cielo en oración: “…lo dije por causa de
la multitud que está alrededor, para que crean…” (v.42). La resurrección de
un cuerpo en descomposición era el escenario perfecto para brindar otra
oportunidad de salvación al hombre pecador. Jesús no se había acercado a la
aldea de Betania días atrás, cuando fue informado acerca del estado de salud de
Lázaro (vv.1-3), porque el suceso serviría para glorificar a Dios, al mismo
tiempo que mostrar su amor por las almas de los perdidos.
Lo que debía suceder con ese
portentoso milagro, la conversión, no ocurrió en su totalidad. Un cadáver de
cuatro días salió andando, pero esto no ablandó la dureza del corazón de ellos.
Vieron con sus propios ojos, y aun así, no creyeron. Era una de las últimas
señales del Enviado de Dios y la rechazaron. Ninguna otra cosa que fuese hecha,
dicha o revelada les haría cambiar de parecer. ¡Y la Escritura se cumplió! El
Cristo de Dios fue arrestado días más adelante, clavado en un madero, puesto en
un sepulcro nuevo, pero también resucitado, para gloria de Dios Padre.
Ese es el carácter de Dios,
brindar oportunidad: “Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca,
halla; y al que llama, se le abrirá.” (Mateo 7:8), “He aquí ahora el
tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación.” (2 Corintios 6:2), “He
aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta,
entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo.” (Apocalipsis 3:20), “Venid
a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.”
(Mateo 11:28). Búscale hoy, él está con los brazos extendidos.
Si estás leyendo estas líneas o
alguien las comparte contigo, es otra señal de su voluntad salvadora. Cada día
que amanece viene cargado de nuevas misericordias para que nos gocemos y nos
alegremos en el Salvador.
ANA RUIZ
En cuanto a los dones
espirituales la gran enseñanza es que estas responsabilidades son dadas para
provecho, edificación o crecimiento del cuerpo de Cristo, “Pero a cada uno
le es dada la manifestación del Espíritu para provecho” (1 Cor.12:7), “sino
que los miembros todos se preocupen los unos por los otros” (1Cor. 12:25), “Hágase
todo para edificación” (1Coe.14:26), “a fin de perfeccionar a los santos
para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo”
(Ef.4:12). Pablo enseña acerca de esto en su primera carta a los Corintios,
capítulos 12, 13 y 14; en la carta a los Efesios, capítulo 4 y en la epístola a
los Romanos, capítulo 12. Dones dados por Dios, por el Señor y por el Espíritu,
en un momento puntual, para propósitos ya conocidos de antemano y revelados a
nosotros por medio de la Palabra, el crecimiento del cuerpo de Cristo y para
gloria de su Nombre, de manera que, si no ejercito los dones o les doy un uso
inapropiado, tampoco puedo glorificar a Dios.
Un creyente puede impedir la
madurez espiritual de otro cuando no pone en activo el don recibido y muchas
veces sucede esto por desconocimiento, confusión o falta de interés respecto a
este tema. Cuando entendemos que los dones son responsabilidades, el compromiso
de su ejecución “nos echa para atrás”. Pero los dones son eso,
responsabilidades, capacidades prestadas con el propósito de beneficiar a
otros, nunca a mí mismo, y que serán pedidas de vuelta por su dueño, quien
también reclamará los intereses. En la iglesia en Corinto los veían más como
premios, títulos, honor y de allí el envanecimiento, tanto que el apóstol tuvo
que decir “… prefiero hablar cinco palabras con mi entendimiento, para
enseñar también a otros, que diez mil palabras en lengua desconocida”
(14:18,19).
Tanto los creyentes
de esa congregación como los de la nuestra hoy día, olvidamos que todo lo que
recibimos de parte de Dios finalmente es para su gloria y honra. Desde luego
que cada hijo suyo obtiene un beneficio de esa provisión, pero “todo fue
creado por medio de él y para él.” (Col.1:16), “En él asimismo tuvimos
herencia, habiendo sido predestinados conforme al propósito del que hace todas
las cosas según el designio de su voluntad, a fin de que seamos para alabanza
de su gloria… habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio
de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria
de su gracia” (Ef.1:5,6,11,12).
Así como dos más dos
son cuatro, es fácil concluir que, si no estoy ejercitando el don o dones
recibidos, cualquiera sea la causa, no se está cumpliendo el propósito para lo
que fue dado, la edificación, el crecimiento y la madurez de mi hermano, por lo
tanto, el cuerpo de Cristo del que también soy miembro, por lo tanto, otra vez,
estoy incapacitada/do para darle la honra a Dios.
¿Qué tiene que ver
con esto las ofrendas voluntarias y obligatorias del Antiguo Testamento?
Comienzo con las obligatorias porque cuando consigo la reconciliación con Dios,
por medio de la confesión de mi pecado y el perdón que él me concede, entonces
soy libre, estaré gozoso y en paz para presentar ofrenda voluntaria para honra
de su Nombre.
Las ofrendas
voluntarias como el holocausto, la oblación y la de paz eran licencias o
invitación de parte de Dios para alabarle según el deseo que inundaba el
corazón de su pueblo para ofrendar. Por eso cada uno podía presentarse con un
becerro, oveja o paloma, según el alcance económico, con la idea de que ninguno
perdiera la oportunidad de glorificar a Dios. Pero ¿quién puede sentir llenura
en el pecho si no se ha reconciliado antes con el Todopoderoso? ¿Cómo alabar a Aquel
a quien has ofendido por tu pecado? Aquí es donde entran las ofrendas
obligatorias, que si lo veis con la perspectiva correcta, siguen siendo
oportunidades para honrarle. Nuestro Dios es fiel y nuevas son cada mañana sus
misericordias, “Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos,
porque nunca decayeron sus misericordias. Nuevas son cada mañana; grande es tu
fidelidad.” (Lam.3:22,23).
¡Estas son las
motivaciones correctas! La gloria de su Nombre. Reunirnos para poner en
ejercicio los dones, ya que son responsabilidades que traen crecimiento
espiritual. Escuchar la voz de Dios para conocerle a él y a sus propósitos
conmigo; esa voz que nos hace recordar, que nos reprende, que nos promete.
Ponerlo en práctica en medio de la congregación donde el Señor me ha puesto,
siendo cada uno un regalo y no una molestia. En la acción es cuando realmente
aprendemos, no sirve de nada escuchar sobre el perdón si no perdono, o recibir
palabras elocuentes acerca del amor si insisto en que es mi amor y solo lo doy
a aquellos que me hacen el bien. Reunirnos para bendecir a otros por medio de
mi servicio y entrega; para imitar a Cristo en humildad y mansedumbre.
Escucharle decir que si he pecado no debo pasarlo por alto, sino arrepentirme,
ponerle nombre a ese pecado y buscar la reconciliación con él y con los
afectados.
Juntarme con otros
creyentes para “recibir información” acerca de la Palabra no es de provecho.
Acumular escritos y notas de un sermón bien dado, pero no disfrutar de la
comunión con mis iguales, es fingir, es apariencia, es engaño de Satanás, no es
honesto, es pecado.
Cada cosa que hagamos
con las motivaciones incorrectas nos aleja más y más de la meta, nos impiden
crecer, nos nubla, no nos permite glorificar a Dios y todo creyente quiere
hacerlo, pero no lo consigue sin la limpieza diaria del corazón.
Dejemos que el
Espíritu nos de claridad en este aspecto que lo es todo en la vida cristiana y
sirvamos con la motivación correcta para que cuando esta obra sea pasada por el
fuego de la justicia de Dios, sea hallada como el oro, la plata y las piedras
preciosas; y no se queme como madera, heno, hojarasca (1Cor.3:12).
ANA RUIZ
Leo la vida de Sansón y esto es
lo que concluyo. Sansón “nadó” en bendiciones mucho antes de nacer, pero
tristemente no se percató de ello en su vida adulta. ¿Consecuencias?, tiempo
perdido, privilegios desaprovechados y ninguna honra a Dios. Lo más triste de
todo es que pareciera que copiamos su conducta, actitud y pensamientos porque
siendo provistos de dones, talentos y capacidades, no hacemos uso de ellos;
otros tantos los asumen como propios cuando es Dios la fuente y el receptor
finalmente de los frutos que toda bendición produce.
(1) Los padres de Sansón pidieron
dirección para su crianza, deseaban agradar a Dios educando al niño conforme a
la voluntad divina. Su madre se abstuvo de vino y sidra tal como lo haría su
hijo más adelante al cumplir el voto de nazareo. Ella obedeció el mandato de
Dios con agrado y deseo. Manoa, por su parte, consultó “¿cómo debe ser la
manera de vivir del niño, y qué debemos hacer con él?” (Jueces 13:12); de
hecho, con edad de casarse, sus padres le exhortaron a escoger una mujer de
entre su pueblo (14:3), consejo que Sansón rechazó. Estos detalles nos dejan
ver la fidelidad de Manoa y su esposa para con Dios en guiar al joven en el
camino de honra. Finalmente, el hebreo se unió a la filistea, resultando en un
terrible desenlace.
Los que hemos crecido bajo la
tutela y el amor de unos padres creyentes solemos menospreciar este privilegio
por unos años. Algunos no llegan a ver en ningún momento de su vida que esto es
el deseo de Dios, proveernos de padres salvados para ser criados bajo el temor suyo.
Igualmente con los que han conocido al Señor recientemente, porque ser hijos de
Dios es un privilegio y una bendición que no depende del tiempo en que hicimos
tal confesión.
(2) Sansón fue escogido para
recibir un don especial. El propósito era doblegar al enemigo, los filisteos,
vencerlos en sus fuerzas físicas enfrentándose con un igual, aunque sabemos que
las batallas de Dios pueden ser libradas por pastores y aun así obtener la
victoria.
El Espíritu vendría sobre Sansón
para la gloria de Dios, nunca para su propia gloria, pero el hijo de Manoa hizo
en varias ocasiones una exhibición de su capacidad física, sin necesidad,
pensando y propagando que eran suyas las fuerzas. Cuando venció a mil filisteos
con la quijada de un asno, compuso una rima que le enaltecía a él y no al
nombre de Jehová: “Con la quijada de un asno, un montón, dos montones; Con
la quijada de un asno maté a mil hombres.” (Jueces 15:16).
Pero en ocasiones nos topamos con
un panorama contrario, creyentes que no tienen ojos para los dones, privilegios
y capacidades que Dios ha puesto en ellos, sino que miran a los demás creyendo
que lo hacen por admiración cuando en realidad es envidia, esa que nos le
permite disfrutar de las bondades de Dios preparadas de antemano para cada uno
de nosotros.
Tal percepción impide el
crecimiento espiritual. No hay frutos de esos dones o responsabilidades administradas
por voluntad divina. Ese creyente está estancado, en un foso de lamento,
tristeza y depresión, perdiendo el tiempo porque ni su mente ni su cuerpo están
orientados a llevar honra a Dios. Ya sea por defecto o por exceso, ambas
actitudes son pecado.
(3) Sansón no consulta a Dios
ninguna de sus decisiones teniendo la entrada abierta a su presencia en
cualquier momento. Las 300 zorras no fueron cazadas bajo la aprobación divina,
ni el fuego que destruyó la cosecha de los filisteos, ni matarles con un hueso
como arma. Desde el capítulo 13 que comienza su historia no leemos acerca de ninguna
palabra elevada al cielo por parte de Sansón, hasta que llegamos al capítulo 15
donde el fortachón, “teniendo gran sed, clamó luego a Jehová” por agua
(vv.18,19). Sus fuerzas le permitían cazar zorras, matar hombres con gran
mortandad y despedazar leones como si fuesen cabritos, pero nunca le harían
sacar agua de una grieta; allí entra Dios.
Conclusión, hijos de Dios
rodeados de bendiciones, inundados de capacidades, provistos de talentos que no
valoramos. Que nuestro buen Dios nos ayude a recordar lo que somos en él,
reconocer el qué y el para qué de cada bendición y vivir verdades que nos
quiten de caer siempre en el mismo error de infravalorar lo mucho que Dios no
da.
ANA RUIZ
“DEJAR EL MUNDO” POR SEGUNDA VEZ
Cuando un hijo de Dios duerme,
muere o parte a su presencia, deja este mundo por segunda vez. La primera fue
cuando por fe se apropió de la redención que proporciona el sacrificio de
Cristo. La obra de la cruz es única y exclusivamente plan de Dios y totalmente
efectiva por él. Nuestra fe no la hace más o menos efectiva. Si hoy nos
levantamos con nuestra fe debilitada, esta triste condición no hace que la
salvación también sea débil ni tampoco sucede al revés, cuando nuestra fe actúa
de forma poderosa en nosotros, no le añade a la salvación más poder. La
salvación no depende de nosotros, tampoco de nuestra fe, solo de Jesucristo,
nuestro sustituto en obediencia al Padre. La fe nos hace apropiarnos de esa
salvación tan grande y revestirnos de perdón, justificación y vida eterna.
El día que creímos en Cristo como
Salvador, morimos al pecado y los asuntos espirituales comenzaron a ganar
terreno en nuestro corazón; como consecuencia de ello, el mundo fue pasando a
un segundo plano. Dios, por medio de su Espíritu, actúa para que eso terrenal
ocupe un tercer plano, quinto e inclusive no forme ya parte de nuestro vivir.
Dejar el mundo es una tarea
constante, un ejercicio diario que comenzó el día que recibimos la naturaleza
espiritual, por ende, la capacidad, por la habitación del Espíritu Santo en
nosotros, de desechar lo carnal, lo terrenal. ¡Muchos desearíamos que todo esto
ocurriese de la noche a la mañana! para dedicar nuestra vida a Dios enteramente,
sin perder más tiempo y para honrarle en todo momento, pero no sucede así, sino
por medio de la santificación. Sin embargo, recordemos que hubo un día en que
toda esta transformación comenzó, después de haber creído. En el presente
vivimos en el mundo, pero no vivimos al mundo ni tampoco el mundo, ¡Qué
diferencia! ¿verdad?
La muerte del ser humano consigue
separarle de este mundo. Esa persona deja lo terrenal, creado y conocido.
Cuando un hijo de Dios duerme, finalmente abandona esta escena para vivir para
siempre con Cristo, lo cual es muchísimo mejor. Deja completamente el pecado,
la tristeza, el dolor, porque allí en los cielos “Enjugará Dios toda lágrima
de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni
dolor” (Apocalipsis 1:24). El que estuvo enfermo ya no sufre dolores, el
que fue perseguido ya no teme, quien fue víctima de calumnia no llora más, porque
todas estas cosas pasaron.
Pensemos en aquel día atrás cuando
dejamos el mundo para vivir en novedad de vida. Ejercitémonos para la piedad,
en santificación y purificación de nuestro hombre interior en el presente,
dejando el mundo y sus deseos. Preparemos nuestro ser para el encuentro con el
Señor ese día no lejano en que dejemos este mundo por segunda vez.
ANA RUIZ
Si eres salvo responderás a esta
pregunta con rapidez e incluso con indignación. Es grosero si quiera cuestionar
si los frutos del pecado duermen con un creyente y se levantan con él, si le
acompañan durante el día, asisten a clase o van al trabajo juntamente con él. Es
poner en duda la sinceridad de la confesión de fe expresada en el pasado y en
cuanto a ese tema, nadie tiene potestad de señalar si es verdad o no. Hay un “pero”
que matiza esta posición y es la Biblia quien lo declara: “Por sus frutos
los conoceréis” (Mt.7:16).
En cuanto al pecado, la Palabra de
Dios es clara. Antes de ser sus hijos servíamos al antiguo amo. Nuestras
acciones, pensamientos y palabras eran la expresión palpable de a quién
pertenecíamos, haciendo las obras infructuosas de las tinieblas (Ef.5:11).
Creíamos ser libres para actuar según nuestra propia decisión, sin embargo,
todos nacemos en servidumbre de un mismo amo, el pecado. No es extraño,
entonces, que haya un común denominador en todos los seres humanos. Todos
mentimos, todos pensamos mal, todos hacemos lo malo, al menos una vez. Esas
obras son producto de la naturaleza caída y como tal nos conducimos. La Biblia
habla de fornicación, borracheras, lascivias, los que se echan con varón y
otros terribles pecados difíciles de pronunciar, pero también menciona otros
que nos son más familiares, aunque siguen siendo deshonra a Dios, como la
mentira, el enojo, la ira, los pleitos, las griterías.
Si hemos nacido de nuevo, si hemos dejado
entrar al Salvador en nuestro corazón (nuestra vida), si él ya es nuestro nuevo
dueño y Señor, entonces ocurrió en nosotros una nueva creación, hechos con una
nueva naturaleza, para obedecer una nueva ley que produce en nosotros nuevas
obras, las de la luz… ¡Todo nuevo! (2Cor.5:17).
Ya el viejo amo no me gobierna, no son
sus mandatos los que sigo, mi honra no es para él. Entonces, ¿Por qué sigue
conviviendo conmigo la ira, el enojo, los gritos y toda malicia, como el
orgullo, la envidia, la ofensa? ¿Le hemos preparado una cómoda habitación a
esta forma de pecado? ¿Hemos normalizado esa manera de obrar?
El pecado mora en nosotros (Rom.7:20),
así que, la vieja naturaleza desea gobernarnos, pero como siervos de Dios,
nuestros miembros ya no le sirven. Al confesar nuestros pecados no solo hemos
sido perdonados, sino además limpiados de toda maldad (1Jn.1:9), es decir que
el antiguo amo no se enseñorea de nosotros (Rom.6:14). Esto es santificación,
lavamiento, purificación. No solo fuimos salvos de la condena por el pecado,
sino que somos salvos del poder del pecado que nos asedia (Heb.12:1), ¿cómo? sirviendo
a la justicia (Rom.6:18), desechando toda inmundicia y abundancia de malicia
(Stg.1:21), despojándonos del viejo hombre, que está viciado conforme a los
deseos engañosos (Ef.4:22), reprendiendo toda obra infructuosa de las tinieblas
(Ef.5:11), considerándonos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo
Jesús, Señor nuestro (Rom.6:11). Presentando nuestros miembros para servir a la
justicia, para santificación, sin la cual nadie verá al Señor (Rom.6:19; Heb.12:14),
porque “si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu
hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Rom.8:13), presentándonos nosotros
mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y nuestros miembros a Dios como
instrumentos de justicia (Rom.6:13), andando como hijos de luz (Ef.5:8), porque
ahora que hemos sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenemos
por nuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna. (Rom.6:22).
ANA RUIZ
OBEDIENCIA
“Y ella respondió: Haré todo
lo que tú me mandes” (Rut 3:5)
Dicho así parece fácil de
conseguir, además de ser una de las palabras más bonitas de nuestro idioma. Fácil solamente al pronunciarla porque cuando
repasamos nuestra vida, o sin ir tan lejos, lo sucedido hoy, nos damos cuenta
que la cosa no es como sonaba al principio.
Escuchamos reprensión, regaño,
sermones y también recibimos disciplina como consecuencia de nuestra
desobediencia. Es lo más natural en el ser humano, otra evidencia más de esa
naturaleza original marcada por el pecado. Nadie nos enseña a ser
desobedientes, porque hay un germen en cada nacido que sale a la luz desde muy
temprana edad.
La desobediencia nos lleva a
vivir experiencias dañinas e innecesaria, nos hace tomar malas decisiones, nos
encausa hacia destinos inconvenientes y desde luego entristece el corazón del
que desea nuestro bienestar.
Además, la desobediencia se
vuelve repetitiva. Hay quienes viven en rebeldía absoluta, sea cual sea el
ámbito de su vida. Todo lo que suene a orden o mandato es la señal para hacer
justo lo contrario, para imponer una actitud incorrecta. No hay estima, valor
ni respeto a la autoridad, en cualquiera de sus presentaciones, sean padres,
jefes, mayores.
Es una conducta típica humana, en
todos los tiempos y en cualquier lugar del mundo, sin importar cultura, raza o
idioma.
Sin embargo, en la palabra de
Dios encontramos a hombres y a mujeres que vivieron en obediencia plena y he
allí sus vidas, ejemplo para todos, “Porque las cosas que se escribieron
antes, para nuestra enseñanza se escribieron” (Rom.15:4). Entonces, cabe
preguntarnos ¿por qué para ellos fue fácil y es tan difícil para nosotros?
Repasemos por un momento la vida
ejemplar de Rut, una extranjera que forma parte de la genealogía del Señor
Jesucristo, el Hijo de Dios:
RECIBIÓ LA INSTRUCCIÓN. Todos
sabemos quién fue la maestra de esta moabita, su suegra. Un día a Moab llegó
una familia judía y todo lo que esto significaba se convirtió en un atractivo
para Rut, tanto que llegó a formar parte como esposa de Quelión. La joven
aprendió todo cuanto vio, escuchó y vivió, hasta lo errado de sus decisiones
fue una lección para ella porque tanto la provisión como la pérdida son
maestros en nuestro paso por este mundo.
La instrucción es vital. Si bien
la desobediencia no se enseña, sino que está en nosotros, la obediencia sí y
para ello hay que echar mano de la palabra de Dios. Ningún libro enseña a obedecer,
pero la Biblia lo hace de manera magistral.
CONOCIÓ LAS CONSECUENCIAS. Todo
acto trae resultados, los buenos, correctos o acertados y los malos,
incorrectos o desacertados. Veo las consecuencias como la explicación que Dios
nos da. Él se explica ante nosotros sin tener que hacerlo. No posee una carga moral
ni una obligación ante ningún ser humano, pero lo hace por el puro afecto de su
voluntad. Él nos dice: “Guarda y escucha todas estas palabras que yo te
mando, para que haciendo lo bueno y lo recto ante los ojos de Jehová tu
Dios, te vaya bien a ti y a tus hijos después de ti para siempre.”
(Deut.12:28). Lo mismo hace con la desobediencia, “Porque dejaron mi
ley, la cual di delante de ellos, y no obedecieron a mi voz, ni
caminaron conforme a ella; … yo les daré a comer ajenjo, y les daré a
beber aguas de hiel. Y los esparciré entre naciones que ni ellos ni
sus padres conocieron; y enviaré espada en pos de ellos, hasta que los
acabe.” (Jer.9:13-16).
NO ANTEPUSO SU OPINIÓN. Ni su
cultura, ni sus costumbres nacionales o familiares influyeron en palabra,
reacción o acción de Rut. De hecho, no podemos decir cómo eran los moabitas en
su tiempo a través de la conducta de ella porque no mostró características
particulares de su pueblo. No justificó ninguna de sus decisiones por lo
aprendido anteriormente con padres, amigos y vecinos moabitas.
Tampoco cuestionó el consejo de
Noemí, una mujer mayor a quien pudo ignorar o menospreciar. Ni lo hizo así con
Booz, sino que al recibir un mandato ella obedeció, dice la Biblia que hizo
todo cuanto le habían mandado (Rut 3:6).
CREYÓ Y CONFIÓ. No se miró a ella
misma, sus pensamientos u opiniones, sino que puso los ojos en quienes le
aconsejaron, creyó en ellos porque creyó primeramente en Dios. Nosotros no
somos muy diferentes en cuanto a nuestra condición de salvados. También somos
hijos y tenemos Su Santo Espíritu morando en nuestros corazones. Hemos creído
en Cristo como nuestro sustituto, cuánto más creerle como el Aquel que desea lo
mejor para nosotros. No es una fe ciega, pero sí cerramos los ojos ante el
mandato de Dios seguros de que su complacencia es nuestro bienestar.
ACTUÓ. Es lo que cierra con
broche de oro esta actitud del corazón. No sirve de nada oír, entender, saber
si no hacemos. El salvado “da un paso de fe” para que le sea otorgada
redención. El creyente “confiesa con sus labios” que Jesús es su Señor. La
disposición del corazón se convirtió en hechos indubitables.
La obediencia es inmediata,
completa y se hace con gozo. Si es para después no es obediencia, si es por la
mitad no es tal y si es con reconcomio y murmuración entonces es pecado.
El que es obediente en lo
pequeño, lo es también en lo grande. El que obedece en lo trivial, lo hará así
es lo complejo, vital y eterno.
ANA RUIZ
NUESTRO
REFUGIO
“Y
será aquel varón como escondedero contra el viento, y como refugio contra el
turbión” (Is.32:2)
¿Cómo hacer del Señor nuestro
refugio? No os hablaré de un método, pero desde luego sí hay tres verdades que
necesariamente debemos conocer y recordar para sobrevivir en tiempo de
tempestad.
Ninguna criatura halla la
verdadera paz si no es hecho hijo de Dios primero. Es necesario el nuevo
nacimiento, de agua y del Espíritu (Jn.3:5), para entonces desear buscar al
Salvador y encontrar en aquel varón el refugio contra la tormenta.
Otro asunto por considerar es la
aflicción que llama a la puerta y golpea con ímpetu. La fuerza del viento nos
hace tambalear y su violencia nos daña. El turbión es ese fenómeno que trae
consigo elementos hirientes que aparecen o caen de golpe sobre nosotros. Se
desestabiliza nuestra fe, se debilitan las fuerzas, el ánimo, se borra la
esperanza. Por eso es necesario recordar y creer, nada más, y si hay algo por
hacer, eso es esperar.
La primera verdad tiene que ver
con el creyente. En medio de la turbación el Espíritu nos lleva a mirar hacia
arriba, donde está Cristo sentado; buscar su rostro y fijar la atención en él.
Todos recordamos la experiencia de Pedro, quien al ver el fuerte viento, tuvo
miedo y comenzó a hundirse (Mt.14:30). En medio de la oscuridad siempre hay luz
para los salvados, quien en momentos mira hacia los lados, pero retorna sus
ojos al único y sabio Dios y le busca.
El Señor Jesucristo lo hizo
cuando tuvo la muerte delante. Frente al sepulcro de Lázaro se dirigió al Padre
y dijo: “gracias te doy por haberme oído. Yo sabía que siempre me oyes”
(Jn.11:41,42), y aun el cadáver de aquel apreciado hombre no había sido
levantado de los muertos.
¡Que así sea con nosotros!
Elevemos la mirada al cielo y busquemos a Dios nuestro Señor, porque él ha
visto nuestra aflicción (Salmo 31:7), ha escuchado el clamor y todos los ataques
del mentiroso y maligno están al descubierto en su presencia; es más, conoce la
verdad del corazón de cada uno, sus motivaciones e intenciones, las pesa en
balance y sentencia con certitud. No necesitamos contarle a Dios los detalles
que acompañan el embate del viento y el turbión. Menos convencerle de la
injusticia que nos oprime. Él lo ha visto todo, lo ha oído todo y juzga con
verdad.
La segunda verdad es la voz de
Dios presente en todo momento, respondiéndonos cuando le buscamos. Ninguna
persona, salva o no salva, podrá decir que Dios no habla. Su esencia espiritual
y santa, su poder y autoridad, su posición celestial y entronado no le ha
impedido acercarse a nosotros. Siempre ha procurado medios para que atendamos y
entendamos lo que quiere decirnos. El eterno y gran Dios cerca de hombres y
mujeres terrenales, inmortales, pecadores.
Su palabra retumba en el corazón
de los redimidos y nos hace recordar. Es de tal manera viva y eficaz que su
consejo es repetirla, hablar y andar en ella, atarla para no apartarnos nunca
(Deut.6:6-9; Jos.1:8). Con ella traemos a la memoria tantas promesas y el
cumplimiento de cada una. Allí está David, siendo guardado de las mortales
intenciones de Saúl, Elías sustentado por aves carroñeras mientras se escondía
de la amenaza hecha mujer, Ester halló gracia e intercedió por su pueblo
condenado a muerte. Todos estos peligros se revirtieron por la pura voluntad de
Dios y esto es lo que necesitamos oír, recordar y creer.
La tercera verdad es la paciencia
en Dios, estando seguros de que él hará conforme a sus propósitos. Esta verdad
reúne dos acciones de nuestra parte: guardar silencio y esperar (Salmo 37:7).
¡Sí! es el turno de esperar en silencio, pero con fe; esa que trae el futuro al
presente, esa que da por hecho que cuando Dios obra lo hace para bien, “Porque
yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos
de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis.” (Jer.29:11)
Ninguno que ejercita la paciencia
en el Señor, lucha contra el viento o vocifera al turbión; más bien vela, se
arma espiritualmente, sabiendo que “los que esperan a Jehová tendrán nuevas
fuerzas; levantarán alas como las águilas; correrán, y no se cansarán;
caminarán, y no se fatigarán.” (Is.40:31).
“Entonces me invocaréis, y vendréis
y oraréis a mí, y yo os oiré; y me buscaréis y me hallaréis, porque me
buscaréis de todo vuestro corazón. Y seré hallado por vosotros, dice Jehová”
(Jer.29:12-14).
ANA RUIZ
DIGNIDAD ESPIRITUAL
Como todo hijo nos toca aprender
muchas lecciones de la vida, ganar experiencia, recibir consejo, escuchar y
recordar la palabra impartida. Espiritualmente hablando este aprendizaje no
cesa, “hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del
Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de
Cristo” (Ef.4:13), ¿cuándo será eso? En el mismo texto podemos leer “para
que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de
doctrina, por estratagema de hombres… sino que siguiendo la verdad en amor,
crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo” (vv.14,15),
lo que quiere decir que ese aprendizaje es para crecer y el crecimiento es para
y por el ministerio (v.12), de manera que es toda una vida. Pues hay un tema
que forma parte de ese contenido académico divino, uno que no solo debemos
escucharlo, sino entenderlo y vivirlo de la manera correcta y es lo que he llamado
la “dignidad espiritual”.
La Biblia habla verdad, la
palabra de Dios es certera y no exagera ni un poquito cuando nos revela que
todos estamos destituidos de la gloria de Dios por nuestro pecado (Rom.3:23),
cortos, imposibilitados para alcanzarla por nuestros propios medios. Leemos
adjetivos bastante contundentes, duros si se quiere, acerca de nuestra
condición como raza caída: bastardos (Heb.12:8), esclavos (Rom.6:20),
miserables (Rom.7:24), hijos de ira (Ef.2:3), perdidos (Lc.19:10), extranjeros
y advenedizos (Ef.2:19), condenados (Salmo 34:22), muertos (Ef.2:1); viviendo
en el lodo cenagoso, en el pozo de la desesperación (Salmo 40:2). El amor de
Dios sobreabundó sobre este estado de ruina y envió a su Hijo Jesucristo para
proveer una nueva naturaleza, un nuevo nacimiento, una nueva creación. Era
necesario que esta fuese como la primera, cargada de eternidad, espiritual y
hecha solo por Dios. De manera tal que seguimos siendo esos pecadores sujetos a
pasiones (Stg.5:17) pero vistos, considerados y contemplados por el Altísimo
bajo el prisma de la obra de Cristo.
Es así como Efesios enlista una
serie de atributos que no hemos ganado nosotros, sino que han sido ganado para
nosotros: “nos dio vida juntamente con Cristo,… nos hizo sentar en los
lugares celestiales con Cristo Jesús,… hechos cercanos por la sangre de
Cristo,… conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios,…
adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo,… nos bendijo con toda bendición
espiritual en los lugares celestiales en Cristo,… En él asimismo tuvimos
herencia,… a fin de que seamos para alabanza de su gloria,… fuisteis sellados
con el Espíritu Santo de la promesa,… perdonados, justificados, redimidos,
reconciliados, santificados” (Ef.1y2).
Ninguna de estas cosas son
medallas merecidas, pero ya otorgadas. No hay humano que pueda obtenerlas con
esfuerzo o con dinero, pero tampoco hay ninguno que las arrebate o las haga
menos porque quien otorga cada una de estas bendiciones lo hizo “según el
puro afecto de su voluntad” (Ef.1:5). El amor de Dios, el plan de
salvación, la promesa de la vida eterna, la libertad comprada por la sangre de
Cristo no depende de nosotros ni de nadie más. No hay sacrificio, oración,
trabajo, dedicación que pueda obtener el favor de Dios, solo Jesucristo es
mediador entre Dios y los hombres, y solamente en él se complace el Padre
(Mr.1:11).
Ahora, sin creernos absolutamente
nada, “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? ¿Quién es el que condenará? ¿Quién
nos separará del amor de Cristo?” (Rom.8:33.35). Nadie puede levantar el
dedo para señalar, descalificar, desmerecer o humillar a un hijo de Dios.
Satanás nos acusa recurriendo a nuestra deplorable condición pasada, pero el
Espíritu Santo, Dios mismo, nos infla de gozo el corazón y llena de alivio
nuestra alma al devolvernos los recuerdos, la gratitud, la fe y la esperanza de
lo que Cristo ha alcanzado para nosotros. La pregunta sería, ¿A quién vamos a
creer, a Dios o al diablo?
Que Dios nos ayude a no albergar
en nuestro interior un concepto falso que nos lleve a una vida de error al
considerar estos atributos como meritorios; más bien, recordemos por siempre
quién fue nuestro sustituto, el que dio su vida y derramó su sangre en
obediencia a Dios para otorgarnos una nueva posición “conforme al propósito
del que hace todas las cosas según el designio de su voluntad” (Ef.1:11).
ANA RUIZ
LOS MIEDOS Y LA VALENTÍA DE GEDEÓN
Ambas situaciones tenían que ver con Dios. Los miedos se
debían a su desconocimiento de Jehová. Su padre Joás era idólatra y con él toda
la familia Abiezerita. Como muchos otros israelitas, habían elegido servir a
los dioses de naciones paganas, olvidando al Dios verdadero, quien hasta
entonces les había librado con mano poderosa, no solo en Egipto, sino también
de los enemigos que rodeaban y habitaban en su heredad, “Pero los hijos de
Israel volvieron a hacer lo malo ante los ojos de Jehová, y sirvieron a los
baales y a Astarot, a los dioses de Siria, a los dioses de Sidón, a los dioses
de Moab, a los dioses de los hijos de Amón y a los dioses de los filisteos; y
dejaron a Jehová, y no le sirvieron.” (Jueces 10:6).
En medio de aquella prostitución idólatra, nace Gedeón, en un
hogar donde había un altar para Baal y junto a él, la imagen de Asera
(Jue.6:25). Así fue como todos los días Gedeón veía a Joás hablar, sacrificar,
prometer, mientras que la estatua de madera no respondía palabra. De esa
manera, ¿quién puede ser creyente? Dios no existía en el corazón de aquel varón
esforzado y valiente (6:12).
Es por la falta de fe y desconocimiento de Dios que vienen
los miedos y las malas decisiones. El vacío por la ausencia de Dios es lleno de
inseguridades y “yoismos”. El hombre y la mujer se aferra a lo que sea para
depositar allí su confianza, para sentirse fuerte, valiente, aprobado. Puede
ser el dinero, la riqueza en este mundo ofrece una falsa firmeza. Igual que el
poder, allí están los que se sienten infalibles y viven con una capa roja que
se bate mientras el viento sopla a favor. También la fama, esa “profesión” tan
anhelada por jóvenes que no encuentran en la sociedad modelos a seguir, sino esos.
Otros buscan en sí mismos las fuerzas, en sus mentes, en sus corazones o en
esos cuerpos creados, negando la procedencia de Dios, pero aprovechándose de
ella. Esa búsqueda incesante es evidencia de que hay una parte espiritual en
cada ser humano que nos identifica con Dios, aun sin creer en él.
Gedeón, de la tribu de Manasés, numerosa y fuerte, vivió con
miedos hasta que conoció a Dios. Tuvo miedo de los madianitas, del plan de
Dios, de su presencia divina, de la familia de su padre, de libertar a Israel,
de asistir a la batalla con 300 hombres, de descender solo para espiar el
campamento enemigo. ¿Quién lo iba a decir de un varón procedente de la tribu
más beneficiada en fortaleza y cantidad? Tenía todo, pero le faltaba lo más
importante, creerle a Dios.
Puede ser que tú, como yo, al ser creyentes, salvos, hijos de
nuestro Padre celestial, no nos identifiquemos con el idólatra Gedeón porque ya
hemos dejado atrás las cosas viejas, pero ¿qué tal vamos en esa vida de fe? El
ser salvo no nos hace automáticamente vivir una vida de fe. Esa hay que
encomendarla a Dios, desear poseerla y experimentarla. Hudson Taylor lo hizo
así, de despojó de la última moneda que tenía en el bolsillo para vivir de la
provisión divina.
Hasta en siete ocasiones Gedeón demostró no ser muy “digno”
de la tribu a la que pertenecía. La razón de sus miedos era el desconocimiento
de Dios. Por eso es vital para el alma salvada leer la palabra, recordar sus
proezas y sus promesas. Leerla con corazón humillado, poniéndonos en el lugar,
sea de Gedeón, del publicano, de la viuda, del pecador; nunca desde la posición
de los justos, doctos y sanos. Esos eran los fariseos y a nadie nos gusta que
nos asemejen a ellos.
A partir del capítulo ocho de Jueces nos encontramos con otro
hombre completamente transformado. No fue la victoria en la batalla la que
inyectó seguridad en él. La algarabía del pueblo en pedirle que fuera señor
sobre ellos no infló su pecho. Fue el conocer de cerca al Todopoderoso,
cumplidor de sus promesas, ese que perdona pecados, culpas, infracción, error,
y lo hace de verdad, el que conoce la encasez del corazón, pero quiere llenarlo
de virtud.
Gedeón llama a Jehová “Señor”, el que gobierna su vida, va
delante y guía sus pasos. Quien nunca supo el obrar de Dios termina reconociéndole
como su dueño. Nosotros, en cambio, tenemos muy presto en los labios llamar “Señor”
a aquel de quien no dependemos, a quien no consultamos ni esperamos, a quien no
imitamos, por supuesto, tampoco obedecemos. Él ha dicho “amaos los unos a los
otros”, pero somos enemigos de los hermanos; “perdonar las ofensas, porque
todos ofendemos muchas veces”, pero decidimos guardar rencor; “sed imitadores
de mí, mansos y humildes”, pero no nos dejamos pisotear por nadie; “sed santos,
apartados del mundo, sin alimentar la carne”, pero seguimos gritando, teniendo
pleito con los demás, permitiendo que la ira nos consuma. Sí, esas cosas pasan
entre creyentes cuando “Señor” es más una expresión que una realidad.
“Mejor es el fin del negocio que su principio” (Ecl.7:8). Ese fue el final de
Gedeón, uno muy deseado. Conocer a Dios no es llamarle Señor, pero sí es dejar
que él decida absolutamente todo en tu vida. ¡Es de valientes vivir así!
ANA RUIZ
CUANDO ORAMOS
“Yo sabía que siempre me oyes”
(Jn.11:42)
Cuando nos acercamos en oración al
trono de la gracia, muchas veces no sabemos pedir como conviene, pero Dios sabe
de qué carecemos, por eso mismo ofrece medios para que la oración eficaz del
justo sea con poder. Yo le llamo “medios”, pero realmente es la misma persona
de Dios. El Espíritu Santo nos ayuda en nuestra debilidad, intercediendo por
nosotros con gemidos indecibles (Rom.8:26) y Jesucristo el justo, quien aboga
por nosotros (1Jn.2:1).
Algunas veces oramos al Padre
justificando nuestras acciones. Por lo general esto sucede cuando, estando heridos,
el orgullo supera a la humildad. Me resulta penoso ver cómo nosotros los
creyentes, cuando leemos los hechos errados de fariseos y religiosos, o de
incrédulos, les señalamos a ellos como si nunca tuviéramos reacciones
reprobables en nuestro haber. En el mismo momento que nos acercamos a Dios con
una lista de justificaciones por delante, estamos actuando de forma “fariseica”,
como si Dios no conoce lo que hay en el corazón. Ante él estamos desnudos, no
hay nada oculto a sus ojos; él mira con verdad, perfección, justicia y amor. “Es
que” se convierte en nuestra expresión favorita y llevamos, como si fuese, ante
el altar de sacrificio los pecados de otros. “Este me dijo o me hizo” y convertimos
las ofensas que nos hacen en razones, más bien excusas, de nuestro mal
proceder. Herir a otros como te han hecho sentir herido a ti es venganza y no tiene
otro nombre. Es típico que la naturaleza caída nos invite y nos conduzca a obrar
de esa manera. ¡Cuántos lo hemos hecho así!
Sin embargo, gracias a Dios porque
el intercesor, el Espíritu Santo, quien da testimonio a nuestro espíritu de que
somos hijos (Rom.8:16) y nuestro hombre interior rectifica en pensamiento y
acción, considerando cuán pecador soy, sin señalar a los demás, sino convencido
de que el pecador a quien Cristo sustituyó fue a mí. “Y en esto sabemos que
nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos.” (1Jn.2:3). Allí
es cuando somos confirmados por Dios de que le pertenecemos, cuando recordamos
su palabra, la creemos y obedecemos, “aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón” (Mt.11:29).
Otras veces nos acercamos
humillados, hundidos en nuestra culpa. Reconocemos lo indigno de nuestra
condición ante la bondad de Dios. El Señor narró esa parábola, la de aquel
hombre que clamaba sin despegar el rostro del suelo: “Mas el publicano,
estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba
el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador.” (Lc.18:13), porque
cuando el Espíritu nos redarguye de pecado, sentimos con dolor y vergüenza que
no hemos honrado a Dios. ¿Cuál es el final de esta actitud? Justificación,
descanso, reconciliación. Un corazón así ha sido honesto con su Señor desde el
principio, razón suficiente para recibir perdón inmediato.
La última referencia sucede en
esos momentos cuando, convencidos de nuestro tropiezo, fallo, caída, pecado,
buscamos al Padre seguros de su perdón. De hecho, ese es el motivo de nuestra búsqueda,
la certeza de que está con los brazos extendidos ofreciéndome lo que anhela mi
alma y necesita mi ser, perdón, paz, amistad, “Si confesamos nuestros
pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de
toda maldad.” (1Jn.1:9). Lo único que hace falta es apropiarme de su
oferta, ¡Hay perdón por la sangre de Jesús! ¡hay perdón por su muerte en la
cruz! Proclamad que hay perdón, para todos hay perdón, los que acuden al Señor
Jesús.
Así es Dios, como aquel padre que,
al ver a lo lejos a su hijo extraviado, “fue movido a misericordia, y
corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó.” El hijo finalmente reconoció
su pecado, y acudió al que puede y quiere perdonar. Lo que Dios hace de más, es
incomprensible a nuestra mente, “el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor
vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y
traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este
mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron
a regocijarse.” (Lc.15:20-24). La pequeñez de mi entendimiento no impide
que la medida de fe recibida inunde de certeza mi corazón para acudir a él
sabiendo que ya he sido perdonada.
ANA RUIZ
PERDÓN
“¿Qué
Dios como tú, que perdona la maldad, y olvida el pecado del remanente de su
heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en misericordia.”
Miqueas 7:18
En
las Escrituras no faltan ejemplos sobre el perdón de pecados. Cada vez que
Jesús sanaba un enfermo, antes sanaba su alma, porque él “vino a buscar y a
salvar lo que se había perdido” (Mt.18:11). La salvación vino por el pecado
y la gracia sobreabundó por encima de los muchos pecados.
Ese
día en que Jesús enseñaba en el templo y le trajeron a una mujer sorprendida en
su pecado, él mostró quién era y para qué vino a este mundo. Veamos a cada uno
de los personajes de esta historia:
LA
MUJER. Ella había faltado, infringido la ley, deshonrado a Dios, fue
sorprendida en el acto mismo de adulterio, como dijeron quienes la acusaban
(Jn.8:4). No tenía escapatoria. La ley era clara en cuanto a los delitos
sexuales, la muerte, después de ser apedreada. Para Dios no hay diferencia en
cuanto al pecado y tampoco hay excepción en cuanto al pecador, todos pecadores,
todos destituidos de su gloria (Rom.2:11).
LOS
ESCRIBAS Y FARISEOS. Judíos religiosos que se habían convertido en jueces. Para
ellos ya la ley no juzgaba, condenaba o instruía, sino que ellos eran la ley.
Aparte de jueces y de tomar la ley en sus manos, fueron también quienes
tentaron al Señor. El Espíritu de Dios le indica a Juan esta verdad, por eso él
pudo escribir: “Mas esto decían tentándole, para poder acusarle.” (8:6).
Lo que demuestra la realidad del corazón de ellos. ¡Claro que tenían razón en
cuanto al pecado de adulterio! ¡Claro que ella era pecadora! ¡Claro que había
una condena por este acto! Sin embargo, no fue el celo por la palabra ni la
santidad de Dios lo que los llevó a obrar así. Sus corazones estaban llenos de
rabia, hambrientos de daño y sedientos de venganza. Procuraron enredar al Hijo
de Dios para que respondiera lo que querían escuchar, pero olvidaron que quien
estaba delante de ellos vino a perdonar pecados.
JESÚS.
Gracias a Dios porque no solo mi pecado merece juicio y condenación, sino que,
por mi pecado, necesito perdón y salvación, y él la proveyó para todos, él la
proveyó para mí. Nunca me había apropiado de este texto como ahora, porque
anhelo al Dios perdonador y lo tengo, y doy gracias porque se delita en
misericordia. Si él me condena sería justo, tiene razones para hacerlo, pero él
ha escogido salvarme porque no puede negarse a sí mismo, “El volverá a tener
misericordia de nosotros; sepultará nuestras iniquidades, y echará en lo
profundo del mar todos nuestros pecados.” (Miq.7:19).
¿Quién
está libre de pecado? ¿Quién se siente juez como para señalar la culpa de otro
olvidándose de la suya? ¿Quién no cierra sus labios al estamparse contra la
verdad de estas palabras?: “Por lo cual eres inexcusable, oh hombre,
quienquiera que seas tú que juzgas; pues en lo que juzgas a otro, te condenas a
ti mismo; porque tú que juzgas haces lo mismo.” (Rom.2:1), “¿Por qué
miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que
está en tu propio ojo?” (Lc.6:41). A estos llamó el Señor acusadores, en
cambio, el autor de eterna salvación dijo a la mujer: “Ni yo te condeno;
vete, y no peques más” (Jn.811). Precisamente porque ella había pecado y
eso no se pone en duda, necesitaba misericordia, perdón y salvación. ¡Y la
recibió! Cristo fue la propiciación de ese pecado también.
Doy
gracias a Dios por Jesucristo, porque al mirar mi bajeza y considerar mi
condición de condenación merecida, tuvo misericordia y me dio el perdón que
necesitaba. Con esto el Señor nos dejó ejemplo e instrucción: “Ve, y haz tú
lo mismo.” (Lc.10:37).
ANA RUIZ
DOS HIJOS
En las Escrituras hay unas
cuantas referencias acerca de dos hijos. Tenemos al hijo pródigo y al hermano
mayor en Lucas 15, otra parábola en Mateo 21 acerca de dos hijos, uno que fue a
la viña y otro que finalmente no fue, habiendo dicho que lo haría; y también
están Jacob y Esaú. La única diferencia y principal enseñanza de estos relatos
es el arrepentimiento. De ninguna manera el Señor los está comparando como
hijos, sino refiriendo el cambio sucedido en el corazón para volver su mirada al
cielo y a Dios.
A Jacob se le menciona en Hebreos
11 como unos de los “héroes de la fe”, no así con Esaú. ¿Cómo es posible que
Jacob sea ejemplo para nosotros si su nombre significa suplantador? ¿Cómo
imitar su conducta si engañó a Isaac tramando junto a su madre un plan para
arrebatar la bendición? La Palabra de Dios no esconde lo que sucedió en ese
hogar, había preferencias, fingimiento, menosprecio a la primogenitura,
ambición, mala relación entre padres e hijos, entre los propios padres y entre
hermanos. Todos deshonraron a Dios, cada uno con sus propias responsabilidades.
Sin embargo, Dios aparece a Jacob en Bet-el prometiendo grandes cosas, “He
aquí, yo estoy contigo, y te guardaré por dondequiera que fueres, y volveré a
traerte a esta tierra; porque no te dejaré hasta que haya hecho lo que te he
dicho.” (Gn.28:15). Cada tilde y coma se cumplió, más adelante Jacob fue
llamado para volver a su tierra y a su parentela (Gn.31:3) y así lo hizo, no
sin antes resolver la deuda con Esaú y presentarse en humillación delante de
Dios. Habiendo vivido tan decepcionante experiencia con Labán su suegro, Jacob
volvió en sí. El arrepentimiento de corazón fue manifestado en Peniel donde su
alma fue librada (Gn.32 30) y en consecuencia recibió otro nombre, Israel o “el
que lucha con Dios”. Jacob deseaba recibir otra bendición, pero esta vez la
obtuvo de una manera distinta y con un espíritu completamente cambiado.
¿Qué sabemos de Esaú? No
escuchamos nada sobre quebrantamiento de corazón, todo lo contrario, desde que
menospreció las bendiciones, los privilegios y las responsabilidades como
primogénito, fue llamado Edom, cuyo significado es simplemente “rojo”
(Gn.25:30). Padre de los edomitas (Gn.36:9), enemigo de Israel y quien impidió
la entrada de estos a la tierra prometida (Núm. 20:18,21). Vencido y sirviendo
a Israel en incontables ocasiones como se había dicho en su nacimiento
(2Sam.8:14, 1Sam.14:47, Gn.25:23).
En la parábola que relata Lucas,
la diferencia entre el hijo menor y el mayor no era precisamente la que éste
último veía entre ellos. Él se creía mejor, más obediente y sumiso, pero
terminó mostrando la prepotencia de su corazón, más que su humillación. No era
la sumisión lo que le mantenía en la casa del padre. En cambio, el
arrepentimiento y la vergüenza hizo volver al menor, el hijo que antes se había
apartado. “Volviendo en sí”, dice la palabra (v.17). No sé explicar lo
que ocurrió en él, es como la salvación misma, ¿qué sucede en ese momento
puntual en que tus ojos son abiertos y ves claramente el modo de ser salvo?
Dios utilizó el hambre, le hizo recordar la abundancia en casa de su padre, le
permitió considerar su miserable condición, puso fe en él, así como el querer y
el hacer, porque como sabemos, no solo pensó, sino que se levantó. Arrepentido
volvió a u padre y sin esperarlo, recibió mucho más de lo que dio.
¿Qué hizo el mayor? Se enojó,
reprochó, comparó, se sobre estimó, pero para el Señor los primeros serán
postreros, y los postreros, primeros (Mt.20:16) y el que se humilla como un
niño es el mayor en el reino de los cielos (Mt.18:4).
La otra parábola que hemos
mencionado fue dicha en un contexto conocido. Los principales sacerdotes y los
ancianos del pueblo se acercaron a Jesús mientras este enseñaba en el templo
(v.23) para cuestionar su autoridad. Por conveniencia propia no respondieron al
primer planteamiento que el Señor les hizo acerca de la procedencia de la
autoridad de Juan el Bautista, pero cuando oyeron la parábola de los dos hijos
pensaron que era fácil la pregunta y correcta su respuesta. Para ellos el
primer hijo hizo la voluntad del padre, porque, aunque en principio dijo no a
la orden dada, terminó yendo. Lo que estos religiosos no sabían era que se
habían puesto la soga en el cuello al reconocer que los rebeldes y contumaces
son habitantes del reino por ese acto de arrepentimiento, mientras que ellos,
profesantes de piedad, nunca llegaron a reconocer sus pecados y tampoco
confesaron a Jesús como el Hijo de Dios.
En ninguno de los tres casos hay
un mejor o un peor hijo, sino un alma arrepentida que se acerca honestamente a
Dios mostrando su bajeza y declarando la grandeza divina, a diferencia del otro
que se mantiene erguido en su prepotencia. La humillación para Dios es motivo
de exaltación (Lc.18:14). Así lo hizo con su Hijo. De la misma y justa manera
lo hará con nosotros.
ANA RUIZ
AUTOESTIMA
La depresión, la bipolaridad, la autoestima,
por citar solo algunos, son términos a los que tememos en nuestras congregaciones
a pesar de tener ejemplos en la Biblia de estados mentales y emocionales así, propios
del ser humano que nace con el germen del pecado y crece en una sociedad cada
vez más corrompida.
He visto cómo vidas cristianas no
consiguen crecimiento espiritual por el concepto que tienen de sí mismos. Me
refiero al poco o mucho valor que dan a su propia persona, porque tanto una
cosa como la otra impiden acertar con el concepto que Dios tiene de nosotros.
Escuchamos mucho más hablar de
los que se envanecen que de los antónimos a estos, pero sin duda, los que
poseen baja autoestima también viven dando tumbos en su caminar espiritual. Ya
sea por una personalidad frágil, débil o por una crianza carente de afecto, son
personas que se ven a sí mismas de manera distorsionada, ni los demás ni Dios los
ve como ellos se ven. Tienden a errar en términos Bíblicos como humildad, sencillez,
indignos o inmerecedores, y en lugar de esto escuchan “no valgo nada, no soy
nadie”. Pablo aconsejó a Timoteo a cuidarse de sí mismo y de la doctrina (1
Tim.4:16), en este caso, los de baja autoestima toman la Palabra como abono a esa
visión miserable de sí mismos.
La descripción que Pablo hace, cuando
escribe a Tito (3:3), acerca de nuestra condición antes de ser rescatados por
la sangre de Cristo, no se limita a decir lo que éramos en otro tiempo, “insensatos,
rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y deleites diversos,
viviendo en malicia y envidia, aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros.”, sino
que continúa diciendo: “Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro
Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia
que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de
la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo” (vv.4,5). Lo
mismo sucede con el resto de las Escrituras, leemos acerca de nuestra condición
pasada, pero también de nuestra condición presente en Cristo Jesús.
Si bien antes estábamos sumidos
en el lodo cenagoso, él puso nuestros pies sobre peña y enderezó nuestros pasos
(salmo.40:2), si antes no éramos pueblo, ahora somos pueblo de Dios con todos los
derechos (1 P.2:10), si en el pasado fuimos bastardos, también desde la
eternidad pasada nos predestinó para ser adoptados hijos suyos por medio de
Jesucristo (Ef.1:5), “y si hijos, también herederos; herederos de Dios y
coherederos con Cristo” (Rom.8:17), si antes éramos extranjeros, advenedizos,
ahora no solo somos conciudadanos del cielos, sino además miembros de la
familia de Dios ( Ef.2:19), si fuimos esclavos del pecado, ahora servimos a la
ley de Cristo y al Dios vivo y verdadero (Rom.6:22).
Tanto los que no gozan de una
autoestima sana como los que nos afligimos por las tribulaciones que el afán de
este mundo brinda, debemos hacer un ejercicio de MEMORIA para recordar todo lo
que Dios ha prometido y cumplido, todo lo que el Soberano Creador nos ha
provisto, todos los “noes” que ha respondido a Satanás ante la petición de ser tentados,
todo el bienestar recibido mientras nos moldea conforme a la estatura de Cristo.
Recordar todas las necesidades cubiertas hasta el día de hoy, las batallas libradas,
los miedos vencidos, las injusticias vengadas, las metas conseguidas, la salud
que hemos gozado, la familia, los hermanos, la esperanza de la vida eterna para
siempre con el Señor.
Recordar es también leer,
repasar, meditar en la palabra escrita, como dijo Dios a Josué: “Nunca se
apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás
en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito;
porque entonces harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien.” (1:8).
Buscar en las Escrituras la realidad de cómo nos ve Dios ahora en Jesucristo: “Mas
vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido
por Dios” (1P.2:9), “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros
pecados con su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre”
(Apoc.1:5,6), “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos
llamados hijos de Dios” (1Juan 3:1). No creer el susurro del
engañador cuando dice que no somos nada ni nadie, los olvidados de Dios, los
pobres, los miserables. ¡Eso no es verdad! “Someteos, pues, a Dios; resistid
al diablo, y huirá de vosotros.” (Stg.4:7). El que yerra pensando
que no goza de valor alguno, también está pecando en despreciar lo que somos
ante los ojos y en el corazón de Dios, “Verá el fruto de la aflicción de su
alma, y quedará satisfecho” (Is.53:11).
Los que tristemente se ahogan en la baja autoestima desean vivir otras vidas, otras circunstancias, desean cosas, trabajos, amistades, desean estar casados y ser padres, porque están ciegamente convencidos de que teniendo lo que no poseen ahora les hará sentirse plenos. No ejercitan los dones espirituales para beneficio de la congregación porque su tiempo transcurre deseando los dones de otros. Ponen sus esperanzas en algo externo, como un compañero o compañera, una amiga o amigo, y comienza la lista de los “¿y si…?”, si viviera en otro país, si tuviera otro trabajo, si estuviera casada, si tuviera hijos, si fuese más alta, más delgada, si estudiara algo, si tuviese una clase Bíblica o el don de maestro.
Gran peligro hay por este bajo
concepto de sí mismo: (1) El concepto que tiene de Dios es igualmente bajo. No
concibe que Dios le vea bonito, por el sacrificio de Cristo en la cruz,
rescatada, justificada, santa, heredera. No recuerda que el mismo Señor
Jesucristo, nuestro sustituto, fue a preparar lugar para nosotros por ser esa
creación especial a quien salvó y desea que estemos con él por la eternidad en
los lugares celestes. De la misma manera como Dios ve a Israel, aunque
idólatra, murmurador, rebelde, la palabra dice: “Porque la porción de Jehová
es su pueblo; Jacob la heredad que le tocó. Le halló en tierra de desierto, Y
en yermo de horrible soledad; Lo trajo alrededor, lo instruyó, Lo guardó como a
la niña de su ojo.” (Deut.32:9,10). (2) Al sentirse incompleta, la persona
con baja autoestima no vive el evangelio en absoluta dependencia de Dios, no
reconoce Su soberanía y autoridad en todo, porque Dios reparte como quiere. No
se sacia en el servicio que por el Espíritu hacemos. Su valoración en cuanto al
trabajo en el Señor es menor a cero, mientras que el desempeño de otros siempre
es mejor. (3) Pierde el tiempo porque pasan los días, las reuniones, las
actividades en la asamblea, la vida misma sin disfrutar de lo que ha recibido;
mirando, esperando y creyendo que le hará feliz lo que no tiene. Fija su mirada
en aquello que no posee. (4) El de baja autoestima sufre, es triste, se muestra
abatido. Las situaciones difíciles se vuelven para ellos un drama. Sobredimensionan
las adversidades. No conocen el verdadero padecimiento o lo olvidan. No saben
lo que es carecer de algo. Poseen lo necesario y más, pero no lo ven, por lo
tanto, no pueden honrar a Dios en las cosas diarias, rutinarias, pequeñas como
el sueño, una ducha, un café. Ignoran que los hospitales están llenos de
mutilados, niños condenados a una silla de ruedas, viejitos abandonados, madres
llorando a sus hijos fallecidos, mujeres viudas, solas. En lugares así hay
dolor, enfermedad y muerte.
La incapacidad de ver solo lo feo
que hay en nosotros y nunca lo bonito (con “b” de bendición) que Dios ganó por
medio de Jesucristo, no es humildad. Humildad es una condición de obediencia,
dependencia y sujeción a Dios, en hombres y mujeres que llegaron a ser grandes.
La obediencia de Moisés, líder y libertador de Israel, la dependencia de David,
rey conforme al corazón de Dios quien forjó un reino amplio y poderoso, la
sujeción de Salomón al pedir sabiduría para gobernar y llegar a ser el hombre más
famoso y sabio sobre la tierra. Es la misma humildad que llevó a la viuda del
templo a depositar en la ofrenda todo cuanto tenía (Lc.21:1-4), y su grandeza fue
haber sido puesta como ejemplo por Jesucristo.
Así como el poco valor a uno
mismo trae deshonra a Dios, la otra autoestima que te lleva a medirte con él,
es también pecado en su presencia. Pero este es otro tema.
ANA RUIZ
Cuando clamamos a Jehová, deseamos una respuesta inmediata, cuando sufrimos el agravio, esperamos justicia pronta, cuando elevamos peticiones al cielo, queremos verlas cumplidas. Pero ¿y si esa espera es para aprender a disfrutar de la comunión con Dios, ganar en dependencia de nuestro Padre, repasar las promesas y los portentos efectuados por él? ¿Qué pasaría si nuestra rogativa fuese respondida al instante? ¿Qué tiempo tendríamos para comprender el propósito de la prueba? La respuesta es ninguno.
Solo estando en su tabernáculo, protegidos, y en sus moradas, resguardados, podemos llegar a conocerle y disfrutar de esa cercanía. Dios está atento a nuestras necesidades. No nos confundamos, él no es el genio de la lámpara a nuestro servicio. Dios es real y sobrepasa cualquier concepto fantástico procedente de nuestra imaginación.
Cuando un corazón contrito se acerca al trono de la gracia, haya oportuno socorro, brazos abiertos que nos cubren delicadamente, es reforzada nuestra fe, se vuelve imbatible, descargamos la ansiedad, el temor, la echamos a él para llevarla por nosotros, respiramos su paz y sentimos el descanso, volvemos nuestros labios de la rogativa a la alabanza, y el corazón abatido al baile.
La prueba nos acerca a Dios. No sé si el diablo sabe esto, pero mientras él se ríe de nuestra fragilidad y debilidad, la prueba, la aflicción o la tribulación es el medio para establecer o restablecer nuestra relación íntima de hijos a Padre. De ninguna manera la prueba tiene como fin la ruina espiritual, más bien es la oportunidad para poner en práctica lo que nuestros oídos han recibido y nuestro corazón ha guardado previamente al escuchar su consejo.
¿Qué sería de esa comunión sin el tiempo de espera? Por tanto, la paciencia nos conduce a algo mejor. Dios es el dueño del tiempo, actuar dentro de mil años es como si actuase hoy, porque finalmente lo que busca es cumplir su propósito en nosotros, que se haga su voluntad y la gloria de su nombre. Pero (gracias a él por estos “peros”), por amor a nosotros y entendiendo nuestra condición de mortales y temporales, responde en función de nuestro tiempo. Aun así, todo lo ganado en esa relación que se establece mientras esperamos, es el gozo al que se refiere Santiago: “Hermanos míos, tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas” (1:2). No es la aflicción la que produce gozo en nosotros, es la cercanía que se alcanza al considerarnos dependientes de él en medio de la aflicción.
El joven David subestimó la ira del gigante Goliat por la convicción que tenía de Dios. Le había conocido íntimamente en aquellos prados, había clamado a él para que fuese librado del león y el oso, y siempre fue oído, recordaba que con mano poderosa el pueblo salió de Egipto. Y mientras los hombres de Saúl se amedrentaban por las amenazas del filisteo, David conocía a su Dios, que no salva con espada, ni lanza: “yo vengo a ti en el nombre de Jehová de los ejércitos, el Dios de los escuadrones… yo te venceré… y toda la tierra sabrá que hay Dios… porque de Jehová es la batalla” (1Sam.17).
Hermanos, tan reales son la aflicción, la tormenta y la tribulación como la protección en medio de ellas. No es mera palabrería. Es posible experimentar la quietud, la confianza, el gozo una vez que recordamos y creemos ciertísimamente en su Fidelidad: “No te desampararé, ni te dejaré; de manera que podemos decir confiadamente: El Señor es mi ayudador” (Heb.13:5,6).
ANA RUIZ
DEJAR A DIOS
y cubierto su pecado” Salmos 32:1
ESPECIAL
SALVACIÓN
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